https://doi.org/10.21068/26193124.1120
Jeimy Andrea García-García1, Julián Díaz-Timoté1
Colombia se encuentra dentro de los catorce países con mayores índices de diversidad biológica (Andrade-C., 2011), con el hábitat del 10 % de las especies conocidas y aproximadamente 58 312 especies de flora y fauna registradas (SiB Colombia, 2019), en apenas 0.7 % de la superficie continental del planeta. Esta riqueza natural se expresa no solo en cantidad de especies, sino también en comunidades vegetales o tipos de vegetación (más de 1000 tipos), y en niveles de unidades ecológicas o ecosistemas (Rangel-Ch., 2005 ).
La biodiversidad del territorio colombiano es el resultado de su posición geográfica y las diferentes combinaciones entre condiciones climáticas, hidrológicas y geomorfológicas. Estas diferencias le permiten contar con distintos “complejos dinámicos de comunidades vegetales, animales y de microorganismos” (Ideam, 2014), distribuidos en 81 tipos de ecosistemas potenciales, correspondientes a unidades ecológicas forestales, arbustivas, de sabana y páramo, de pantanos con vegetación herbácea y de aguas abiertas. Lo anterior produce altos niveles de endemismos (Etter et al., 2017), y especies con distribución geográfica restringida en el mundo, lo que las hace más susceptibles a la extinción por las transformaciones de las áreas naturales y la huella humana (Etter et al., 2017; Hernández-Camacho & Sánchez, 1992).
Las condiciones y procesos por medio de los cuales estos ecosistemas sostienen y satisfacen la vida humana se conocen como “servicios ecosistémicos” (Daily, 1997). Tales servicios se refieren a los beneficios que las comunidades humanas obtienen (Overpeck et al., 2013) en forma de bienes (alimentos, fibras, combustibles) y servicios (regulación del clima, calidad del aire, agua limpia), resultado de las interacciones entre las funciones de los ecosistemas, y son la principal fuente del bienestar humano. Entender los efectos positivos y negativos de los usos agropecuarios en la conservación de la biodiversidad y en su relación con los servicios ecosistémicos, requiere de una escala de paisaje (Tscharntke et al., 2005).
La productividad del paisaje agropecuario se expresa como su capacidad para generar bienes agropecuarios y servicios ecosistémicos, cuya calidad y cantidad dependen de la optimización del uso de la tierra, manteniendo las cualidades intrínsecas que sostienen las funciones trascendentes para la vida (Katyal & Vlek, 2000). Aun cuando en estos paisajes el beneficio más evidente es el servicio ecosistémico de producción de alimentos, el aporte de otros sE al bienestar de las comunidades también ha demostrado ser fundamental (Melgarejo Carreño, 2019). Cuando los sistemas de producción promueven las interacciones ecológicas y las sinergias entre los componentes bióticos y abióticos del paisaje, se proveen los mecanismos para que estos sistemas equilibren la producción de bienes agropecuarios con otros servicios ecosistémicos (Vlek et al., 2017), como la satisfacción espiritual y filosófica, valores recreacionales, valores estéticos y de conocimiento (Camacho Valdez & Ruiz Luna, 2012), y se subsidien funciones de regulación, como el control natural de plagas (Altieri & Nicholls, 2005), la polinización, la salud del suelo, el almacenamiento de carbono (Hossain et al., 2017), el ciclaje de nutrientes (Bommarco et al., 2013) y la regulación hídrica (Foley et al., 2005).
Según el análisis de oferta potencial para los servicios de oferta y regulación hídrica en el país (Díaz-Timoté et al., 2020), la región nororiental del Pacífico, la noroccidental andina, la región del Catatumbo, el piedemonte andino-amazónico y el piedemonte andino-orinoquence, son zonas que mantienen buena parte de su cobertura natural y, por tanto, elevados niveles de precipitación y evapotranspiración. Corresponden, por ende, a áreas con alta oferta potencial del recurso hídrico (superior a 8000 mm/año), con mayores tiempos de almacenamiento en el paisaje, favoreciendo la salud ecosistémica, vista esta como la productividad primaria y sus niveles de organización, autonomía y resiliencia (Rapport et al., 1998). En contraste, la región seca del Valle del Cauca, la seca del valle del Magdalena y la región Caribe, principalmente en la parte norte de Bolívar y Magdalena, presentan baja oferta de precipitación, con valores de 700 mm/año a 1200 mm/año, y baja regulación por su alta huella humana, ya que históricamente sus suelos han estado sometidos a una alta productividad (Correa Ayram et al., 2020).
Debido a la creciente demanda de recursos de los ecosistemas y al aumento de la población humana, se han expandido e intensificado las áreas de cultivo y de pastizales, generando cada vez más preocupaciones por los desequilibrios que puedan generar sobre las dinámicas ecológicas naturales y socioeconómicas (McAlpine et al., 2009), a escalas que van desde lo local hasta lo mundial. Entre estos desequilibrios están la pérdida de biodiversidad, la fragmentación de hábitats, la contaminación de los ambientes naturales, el cambio climático, y la amenaza de diferentes formas de vida, incluyendo la humana (Reid et al., 2005).
Si bien existen acciones al interior del sector agropecuario dirigidas a la conservación de la biodiversidad y los SE y a pesar de la definición de la frontera agrícola, según las cifras de los mapas de cobertura de la tierra en Colombia, entre los años 2000 y 2012 las áreas agrícolas heterogéneas y los pastos han aumentado 1 774 000 hectáreas, mientras que se han perdido más de un millón de hectáreas de bosques y áreas seminaturales (Ideam, 2014), siendo la expansión de la frontera agropecuaria una de las principales determinantes de la transformación de los bosques colombianos (González Arenas et al., 2011), al igual que de los herbazales (Etter et al., 2017) y los humedales (Patiño & Estupiñán-Suárez, 2016). Algunos de los principales agentes de deforestación durante el periodo 2005-2015 en el nivel nacional, asociados con la expansión de la frontera agropecuaria como causa directa de dicha deforestación, son los productores agropecuarios con cultivos tradicionales, los productores pecuarios de gran escala, los praderizadores, los productores agrícolas de coca y los productores agrícolas con cultivos industriales (González Arenas et al., 2018).
La intensidad del impacto antrópico acumulado en los ecosistemas terrestres se representa espacialmente por medio del índice de huella espacial humana (iHEH), que relaciona el nivel de modificación del hábitat, el tiempo de intervención sobre los ecosistemas y su vulnerabilidad biofísica (Etter et al., 2011). En el país, los mayores valores para el iHEH se concentran en las regiones Andina y Caribe, en donde históricamente se han promovido actividades productivas de gran importancia para el desarrollo del país, concentración de la población y procesos de industrialización (Etter et al., 2008). En la región del Pacífico, el incremento de la huella sobre los ecosistemas está ligado principalmente al aumento de la deforestación, al igual que en las regiones de la Amazonia y la Orinoquia, en donde influye de manera importante la frontera agrícola, especialmente hacia el piedemonte andino (Correa Ayram et al., 2020).
En este mismo sentido, la huella hídrica azul, reportada en el Estudio nacional del agua, refiere los volúmenes de agua extraídos de cuerpos de agua superficiales naturales que no retornan la fuente y que, por lo tanto, en el proceso antrópico son incorporados, evaporados o trasvasados (Ideam, 2019). Las actividades agrícolas y pecuarias representan el 61 % de la demanda hídrica en el área hidrográfica del Pacífico, mientras que en la del Caribe representan el 58 %; en la del Magdalena-Cauca, el 51 %; en el Orinoco, el 45 %, y en la del Amazonas, el 39 % aproximadamente. A escala de país, el 52 % de la demanda hídrica del sector agropecuario forma parte de la huella hídrica, mientras que en el sector pecuario corresponde al 32 %; sin embargo, en la última década, se evidencia un aumento de la eficiencia en el uso del agua, al reducirse los flujos en forma de pérdidas, vertimientos y descargas (Ideam, 2019).
Llevar a cabo un análisis de la relación entre la huella espacial humana, la oferta potencial de sE y la densidad de actividades agropecuarias en el país, permite generar una visión desde la perspectiva sistémica sobre el modo como los agroecosistemas pueden beneficiarse y favorecer la conservación de la biodiversidad, o generar efectos negativos por medio de las prácticas implementadas.
La figura 1 muestra las áreas que corresponden a la espacialización del reporte de las UPA en el Censo Nacional Agropecuario (DANE, 2015), concentradas en radios de un kilómetro. Para tener un acercamiento al estado en el que se encuentran las áreas agropecuarias con respecto a cada variable mencionada, las áreas que presentan valores de relación altos corresponden a las zonas en donde se presenta mayor densidad de actividades agropecuarias, mayor oferta de sE y menor impacto de la huella humana. Como resultado de este análisis, se evidencia que 70,7 % del área analizada se encuentra en categoría muy baja, 15 % en categoría baja, 6.6 % en categoría media y apenas un 7.6 % en categoría alta, lo que puede traducirse en una mayor vulnerabilidad para la sostenibilidad de los paisajes agropecuarios y, por lo tanto, en mayores esfuerzos de diferentes escalas para su gestión y planificación.
Figura 1. Análisis de relación entre huella espacial, potencial de SE y UPA. Fuente: Elaboración propia a partir de información de huella humana (Correa Ayram et al., 2020), de servicios ecosistémicos (Díaz-Timoté et al., 2020) y de densidad de actividades agropecuarias (DANE, 2015)
En la tabla 1 se presenta el porcentaje de UPA por región natural respecto al total de las unidades censadas (DANE, 2015), seguido de los resultados de la relación entre la huella humana, la oferta potencial de servicios ecosistémicos y la concentración de actividades agropecuarias. Comparado con el reporte del uso predominante dentro de las UPA presentado en la figura 2 (DANE, 2015), se evidencia que en la región Caribe, en la que se ubica el 12 % de las UPA del país, la mayoría cuenta con un uso predominantemente pecuario, valorado en su mayoría con un muy bajo relacionamiento (valoración basada en una alta huella humana y una oferta media de servicios principalmente).
Tabla 1. Resultados del análisis de relación entre huella espacial, potencial de SE y UPA.
Fuente: Elaboración propia
La región Andina concentra la mayor cantidad de UPA, y presenta usos predominantes pecuarios (57 %) y agrícolas (36 %) (Figura 2), coincidiendo con altos índices de huella humana y disminuciones en la oferta de servicios ecosistémicos, dando como resultado un muy bajo relacionamiento entre la actividad agrícola y los beneficios de las funciones de las áreas naturales dentro de los paisajes.
Figura 2. Uso predominante de las UPA.
Fuente: DANE (2015).
Este análisis refleja la relación desigual entre los sE y las actividades agropecuarias sobre el territorio nacional. En el escenario actual, el país cuenta con un bajo desempeño en el uso eficiente de sus recursos naturales, que conduce a la degradación progresiva de los mismos (DNR, 2018). Además, la huella humana del país tiene una tendencia de aumento y es previsible que el impacto sobre los ecosistemas se incremente en el futuro (Hockley et al., 2007). Si este patrón de intervención continúa, las consecuencias para la biodiversidad pueden ser devastadoras, lo que implica que las acciones urgentes se necesitan principalmente en las áreas donde se combina un alto impacto humano con la presencia de ecosistemas únicos (Correa Ayram et al., 2020). En este sentido, si la interacción compleja con los modos y medios de vida del paisaje agropecuario no genera el bienestar ecosistémico —expresado en integridad ecológica agenciada, naturalidad y oferta de sE—, se debe transformar su estructura de relaciones dentro del marco del crecimiento verde y el desarrollo sostenible, buscando un aumento en la productividad que contemple la eficiencia en el uso de los recursos naturales, para potenciar las oportunidades de desarrollo económico del sector agropecuario (DNR, 2018).
Con base en lo anterior, la gestión del uso de la tierra por parte de los gobiernos y la sociedad civil debe conducir a paisajes agropecuarios estructuralmente complejos, que mejoren la diversidad local en los ecosistemas naturales e intervenidos (Tscharntke et al., 2005) y que aporten a las me tas del país para promover el uso apropiado de los ecosistemas terrestres, detener y revertir la degradación de las tierras y poner freno a la pérdida de diversidad biológica (ONU, 2019). En este sentido, es necesario planificar e implementar alternativas que promuevan la eficiencia en el uso de los recursos naturales y la oferta de bienes y servicios ecosistémicos, alternativas que generen un bienestar multidimensional resiliente en los paisajes agropecuarios, basado en el reconocimiento de las heterogeneidades ecológicas y sociales de sus relaciones en las diferentes escalas espaciales y temporales.
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1 Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Bogotá, Colombia.